IDEA DE UNA HISTORIA UNIVERSAL EN SENTIDO COSMOPOLITA
Emmanuel Kant
Cualesquiera sea el concepto que, en un plano metafísico, tengamos de la libertad de la voluntad, sus manifestaciones fenoménicas, las acciones humanas, se hallan determinadas, lo mismo que los demás fenómenos naturales, por las leyes generales de la Naturaleza. La historia, que se ocupa de la narración de estos fenómenos, nos hace concebir la esperanza, a pesar de que las causas de los mismos pueden yacer profundamente ocultas, de que, si ella contempla el juego de la libertad humana en grande, podrá descubrir en él un curso regular, a la manera como eso que, en los sujetos singulares, se presenta confuso e irregular a nuestra mirada, considerado en el conjunto de la especie puede ser conocido como un desarrollo continuo, aunque lento, de sus disposiciones originales. Así, los matrimonios, y los nacimientos y muertes que les siguen, parecen, ya que la libre voluntad humana ejerce tan grande influencia en los primeros, no estar sometidos a regla alguna que pudiera permitirnos determinar con anticipación su número y, sin embargo, las tablas estadísticas anuales de los grandes países nos muestran que transcurren con arreglo a leyes naturales constantes, no menos que los cambios atmosféricos que, siendo imprevisibles singularmente, en su conjunto consiguen el crecimiento de las plantas, el curso de las aguas y otros fenómenos naturales. No se imaginan los hombres en particular ni tampoco los mismos pueblos que, al perseguir cada cual su propósito, según su talento, y a menudo en mutua oposición, siguen insensiblemente, como hilo conductor, la intención e la Naturaleza, que ellos ignoran, ni cómo participan en una empresa que, de serles conocida, no les importaría gran cosa.
Pues los hombres no se mueven, como animales, por puro instinto, ni tampoco, como racionales ciudadanos del mundo, con arreglo a un plan acordado, parece que no es posible construir una historia humana con arreglo a plan (como es posible, por ejemplo, en el caso de las abejas y de los castores). No es posible evitar cierta desgana cuando se contempla su ajetreo sobre la gran escena del mundo; y, a pesar de la esporádica aparición que la prudencia hace a veces, a la postre se nos figura que el tapiz humano se entreteje con hilos de locura, de vanidad infantil y, a menudo, de maldad y afán destructivo también infantiles; y, a fin de cuentas, no sabe uno qué concepto formarse de nuestra especie, que tan alta idea tiene e sí misma. No hay otra salida para el filósofo, ya que no puede suponer la existencia de ningún propósito racional propio en los hombres y en todo su juego, que tratar de descubrir en este curso contradictorio de las cosas humanas alguna intención de la Naturaleza; para que, valiéndose de ella, le sea posible trazar una historia de criaturas semejantes, que proceden sin ningún plan propio, conforme, sin embargo, a un determinado plan de la Naturaleza. Vamos a ver si conseguimos encontrar unos cuantos hilos conductores para una tal historia; y dejaremos al cuidado de la Naturaleza que nos traiga al hombre que la quiera concebir ateniéndose a ellos, que así produjo un Keplero que sometió de manera inesperada los movimientos excéntricos de los planetas a leyes determinadas; y así, también, un Newton que explicó estas leyes por una causa natural general.
PRIMER PRINCIPIO
Todas las disposiciones naturales de una criatura están destinadas a desarrollarse alguna vez de manera completa y adecuada. Esto se comprueba en todos los animales por la observación exterior y por la observación interior o desarticuladora. En la ciencia natural teleológica un órgano que no ha de ser empleado, una disposición que no ha de alcanzar su fin, representan una contradicción. Porque si renunciamos a ese principio, ya no nos encontramos con una Naturaleza regular sino con un juego arbitrario; y el desconsolador "poco más o menos" viene a ocupar el lugar de los hilos conductores de la razón.
SEGUNDO PRINCIPIO
En los hombres (como únicas criaturas racionales sobre la tierra) aquellas disposiciones naturales que apuntan al uso de su razón, se deben desarrollar completamente en la especie y no en los individuos. La razón en una criatura significa aquella facultad de ampliar las reglas del uso de todas sus fuerzas mucho más allá del instinto natural, y no conoce límites a sus proyectos. Pero ella misma no actúa instintivamente sino que necesita tanteos, ejercicio y aprendizaje, para poder progresar lenta de un peldaño a otro del conocimiento. Por esto, cada hombre tendría que vivir un tiempo desmedido para poder aprender cómo usar a la perfección de todas sus disposiciones naturales; o, si la Naturaleza ha fijado un breve plazo a su vida (como ocurre), necesita acaso de una serie incontable de generaciones que se trasmitan una a otra sus conocimientos para que, por fin, el germen que lleva escondido la especie nuestra llegue hasta aquella etapa de desarrollo que corresponda adecuadamente a su intención. Y este momento, por lo menos en la idea del hombre, debe construir la meta de sus esfuerzos, pues de lo contrario habría que considerar las disposiciones naturales, en su mayor parte, como ociosas y sin finalidad; lo cual cancelaría todos los principios prácticos y de ese modo la Naturaleza, cuya sabiduría nos sirve de principio para juzgar del resto de las cosas, sólo por lo que respecta al hombre se haría sospechosa de estar desarrollando un juego infantil.
TERCER PRINCIPIO
La Naturaleza ha querido que el hombre logre completamente de sí mismo todo aquello que sobrepasa el ordenamiento mecánico de su existencia animal, y que no participe de ninguna otra felicidad o perfección que la que él mismo, libre del instinto, se procure por la propia razón.
Porque la Naturaleza nada hace en balde y no es pródiga en el empleo de los medios para sus fines. El hecho de haber dotado al hombre de razón y, así, de la libertad de la voluntad que en ella se funda, era ya una señala inequívoca de su intención por lo que respecta a este equipamiento. No debía ser dirigido por el instinto ni tampoco cuidado e instruido por conocimientos venidos de fuera, sino que tendría que obtenerlo todo de sí mismo. La invención del vestido, de su seguridad y defensa exteriores (para lo que no le proveyó de los cuernos del toro, de las garras del león ni de los dientes del perro, sino de sus meras manos), de todos los goces que hacen agradable la vida, su misma comprensión y agudeza, y hasta la bondad de su voluntad tenían que ser por completo obra suya. Parece, casi, que la Naturaleza se ha complacido en el caso del hombre en una máxima economía, y que ha medido el equipo animal del hombre con tanta ruinidad, con tan ceñido ajuste a la máxima necesidad de una existencia en germen, como si quisiera que una vez se hubiera levantado el hombre, por fin, desde la más profunda rudeza hasta la máxima destreza, hasta la interna perfección de su pensar y, de ese modo (en la medida en que es posible sobre la tierra), hasta la felicidad, a él le correspondiera todo el mérito y sólo a sí mismo tuviera que agradecérselo; como si le hubiera importado más su propia estimación racional que cualquier bienestar. Porque en el curso del destino humano le aguarda al hombre todo un enjambre de penalidades. Parece que a la Naturaleza no le interesaba que el hombre viviera bien; sino que se desenvolviera a tal grado que, por su comportamiento, fuera digno de la vida y del bienestar. Siempre sorprende que las viejas generaciones parecen afanarse penosamente sólo en interés de las venideras, para prepararles un nivel sobre el cual levantar todavía más el edificio cuya construcción les ha asignado la Naturaleza; y que sólo las generaciones últimas gozarán la dicha de habitar en la mansión que toda una serie de antepasados, que no la disfrutará, ha preparado sin pensar en ello. Y aunque esto es muy enigmático, no hay más remedio que reconocerlo una vez aceptado que, si una especie animal está dotada de razón, como clase que es de seres racionales mortales todos, pero cuya especie es inmortal, tiene que llegar a la perfección del desarrollo de sus disposiciones.
CUARTO PRINCIPIO
El medio de que se sirve la Naturaleza para lograr el desarrollo de todas sus disposiciones es el ANTAGONISMO de las mismas en sociedad, en la medida en que ese antagonismo se convierte a la postre en la causa de un orden legal de aquellas. Entiendo en este caso por antagonismo la insociable sociabilidad de los hombres, es decir, su inclinación a formar sociedad que, sin embargo, va unida a una resistencia constante que amenaza perpetuamente con disolverla. Esta disposición reside, a las claras, en la naturaleza del hombre. El hombre tiene una inclinación a entrar en sociedad; porque en tal estado se siente más como hombre, es decir, que siente el desarrollo de sus disposiciones naturales. Pero también tiene una gran tendencia a aislarse; porque tropieza en sí mismo con la cualidad insocial que le lleva a querer disponer de todo según le place y espera, naturalmente, encontrar resistencia por todas partes, por lo mismo que sabe hallarse propenso a prestársela a los demás. Pero esta resistencia es la que despierta todas las fuerzas del hombre y le lleva a enderezar su inclinación a entrar en sociedad; porque en tal estado se siente más como hombre, es decir, que siente el desarrollo de sus disposiciones naturales. Pero también tiene una gran tendencia aislarse; porque tropieza en sí mismo con la cualidad insocial que le lleva a querer disponer de todo según le place y espera, naturalmente, encontrar resistencia por todas partes, por lo mismo que sabe hallarse propenso a prestársela a los demás. Pero esta resistencia es la que despierta todas las fuerzas del hombre y le lleva a enderezar su inclinación a la pereza y, movido por el ansia de honores, poder o bienes, trata de lograr una posición entre sus congéneres, que no puede soportar pero de los que tampoco puede prescindir. Y así transcurren los primeros pasos serios de la rudeza a la cultura, que consiste propiamente en el valor social del hombre; los talentos van desarrollándose poco a poco, se forma el gusto y, mediante una continuada ilustración, conviértese el comienzo en fundación de una manera de pensar que, a la larga, puede cambiar la ruda disposición natural para la diferenciación moral en principios prácticos determinados y, de este modo, también la coincidencia a forma sociedad, patológicamente provocada, en un todo moral.
Sin aquellas características, tan poco amables, de la insociabilidad, de las que surge la resistencia que cada cual tiene que encontrar necesariamente por motivo de sus pretensiones egoístas, todos los talentos quedarían por siempre adormecidos en su germen en una arcaica vida de pastores, en la que reinaría un acuerdo perfecto y una satisfacción y versatilidad también perfectas, y los hombres, tan buenos como los borregos encomendados a su cuidado, apenas si procurarían a esta existencia suya un valor mayor del que tiene este animal doméstico; no llenarían el vacío de la creación en lo que se refiere a su destino como seres de razón. ¡Gracias sean dadas, pues, a la Naturaleza por la incompatibilidad, por la vanidad maliciosamente porfiadora, por el afán insaciable de poseer o de mandar! Sin ellos, todas las excelentes disposiciones naturales, delatan también el ordenamiento de un sabio creador y no la mano chapucera o la envidia corrosiva de un espíritu maligno.
QUINTO PRINCIPIO
El problema mayor del género humano, a cuya solución le constriñe la Naturaleza, consiste en llegar a una SOCIEDAD CIVIL que administre el derecho en general. Como sólo en sociedad, y en una sociedad que compagine la máxima libertad, es decir, el antagonismo absoluto de sus miembros, con la más exacta determinación y seguridad de los límites de la misma, para que sea compatible con la libertad de cada cual, como sólo en ella se puede lograr el empeño que la Naturaleza tiene puesto en la humanidad, a saber, el desarrollo de todas sus disposiciones, quiere también la Naturaleza que sea el hombre mismo quien se procure el logro de este fin suyo, como el de todos los fines de su destino; por esta razón, una sociedad en que se encuentre unida la máxima libertad bajo leyes exteriores con el poder irresistible, es decir, una constitución civil perfectamente justa, constituye la tarea suprema que la Naturaleza ha asignado a la humana especie; porque ella no puede alcanzar el logro de sus otras intenciones con respecto a nuestra especie más que con la solución y cumplimiento de esta tarea. La necesidad es la que fuerza al hombre, tan aficionado, por lo demás, a la desembarazada libertad, a entrar en este estado de coerción; necesidad la mayor de todas, a saber, la que los hombres se infligen entre sí, ya que no pueden convivir ni un momento más en medio de su salvaje libertad. Sólo dentro del coto cerrado que es la asociación civil, esas mismas inclinaciones producen el mejor resultado como ocurre con los árboles del bosque que, al tratar de quitarse unos a otros aire y sol, se fuerzan a buscarlos por encima de sí mismos y de este modo crecen erguidos; mientras que aquellos otros que se dan en libertad y aislamiento, extienden sus ramas caprichosamente y sus troncos enanos se encorvan y retuercen. Toda la cultura y todo el arte, ornatos del hombre, y el más bello orden social, son frutos de la insociabilidad que, ella misma, se ve en necesidad de someterse a disciplina y, de estar suerte, de desarrollar por completo, mediante un arte forzado, los gérmenes de la Naturaleza.
SEXTO PRINCIPIO
Este problema es también el más difícil y el que más tardíamente resolverá la especie humana. La dificultad que ya la mera idea de la tarea nos patentiza es la siguiente: el hombre es un animal que, cuando vive entre sus congéneres, necesita de un señor. Porque no cabe duda que abusa de su libertad con respecto a sus iguales y aunque, como criatura racional, desea enseguida una ley que ponga límites a la libertad de todos, su egoísta inclinación animal le conduce seductivamente allí donde tiene que renunciar a sí mismo. Necesita un señor, que le quebrante su propia voluntad y le obligue a obedecer a una voluntad valedera para todos, para que cada cual pueda ser libre. Pero ¿de dónde escoge este señor? De la especie humana, claro está. Pero este señor es también un animal que necesita, a su vez, un señor. Ya puede, pues, proceder como quiera, no hay manera de imaginar cómo se puede procurar un jefe de la justicia pública que sea, a su vez, justo; ya sea que le busque en una sola persona, o en una sociedad de personas escogidas al efecto. Porque cada una abusará de su libertad si a nadie tiene por encima que ejerza poder con arreglo a las leyes. El jefe supremo tiene que ser justo por sí mismo y, no obstante, un hombre. Así resulta que esta tarea es la más difícil de todas; como que su solución perfecta es imposible; con una madera tan retorcida como es el hombre no se puede conseguir nada completamente derecho. Lo que nos ha impuesto la Naturaleza es la aproximación a esta idea. Que será también lo último en ser puesto en obra se deduce asimismo del hecho de que los conceptos correctos acerca de la naturaleza de una constitución posible exigen una experiencia muy grande, entrenada por la historia, y, sobre todo, una buena voluntad dispuesta a aceptarla; y estos tres factores podrán coincidir muy difícilmente y, si ello sucede, muy tarde, luego de muchos vanos intentos.
SEPTIMO PRINCIPIO
El problema de la institución de una constitución civil perfecta depende, a su vez, del problema de una legal RELACIÓN EXTERIOR ENTRE LOS ESTADOS, y no puede ser resuelto sin éste último. ¿De qué sirve laborar por una constitución civil legal que abarca a los individuos, es decir, por el establecimiento de un ser común? La misma insociabilidad que obligó a los hombres a entrar en esta comunidad, es causa, nuevamente, de que cada comunidad, es causa, nuevamente, de que cada comunidad, en las relaciones exteriores, esto es, como Estado en relación con otros Estados, se encuentre en una desembarazada libertad y, por consiguiente, cada uno de ellos tiene que esperar de los otros ese mismo mal que impulsó y obligó a los individuos a entrar en una situación civil legal. La Naturaleza ha utilizado de nuevo la incompatibilidad de los hombres, y de las grandes sociedades y cuerpos estatales que forman estas criaturas, como un medio para encontrar en su inevitable antagonismo un estado de tranquilidad y seguridad; es decir, que, a través de la guerra, del rearme incesante, de la necesidad que, en consecuencia, tiene que padecer en su interior cada Estado aun durante la paz, la Naturaleza los empuja, primero a ensayos imperfectos, por último, y después de muchas devastaciones, náufragos y hasta agotamiento interior completo de sus energías, al intento que la razón les pudo haber inspirado sin necesidad de tantas y tan tristes experiencias, a saber: a escapar del estado sin ley de los salvajes y entrar en una unión de naciones; en la que aún el Estado más pequeño puede esperar su seguridad y su derecho no de su propio poderío o de su propia decisión jurídica, sino únicamente de esa gran federación de naciones (Foedus Amphictyonum), de una potencia unida y de la decisión según leyes de la voluntad unida. Aunque esta idea parece una divagación calenturienta y haya sido tomada a chacota, como tal, en un Abate de St. Pierre y en Rousseau (acaso porque creyeron un poco inocentemente en su inminencia), no por eso deja de ser la única salida ineludible de la necesidad en que se colocan mutuamente los hombres, y que forzará a los Estados a tomar la resolución (por muy duro que ello se les haga) que también el individuo adopta tan a desgana, a saber: a hacer dejación de su brutal libertad y a buscar tranquilidad y seguridad en una constitución legal. Todas las guerras de los hombres (pero sí en la de la Naturaleza) de procurar nuevas relaciones entre los Estados y mediante la destrucción o, por lo menos, fraccionamiento de todos, formar nuevos cuerpos, los que, a su vez, tampoco pueden mantenerse en sí mismos o junto a los otros, y tienen que sufrir, por fuerza, nuevas revoluciones parecidas; hasta que, finalmente, en parte por un ordenamiento óptimo de la constitución civil interior, en parte por un acuerdo y legislación comunes, se consiga erigir un estado que, análogo a un ser común civil, se pueda mantener a sí mismo como un autómata.
Y, sea que se tenga la esperanza que, del curso epicúreo de las causas eficientes, los Estados, como los átomos de materia, mediante sus choques accidentales, logren toda clase de formaciones, destruidas de nuevo por nuevos choques, hasta que, finalmente, y por casualidad, resulte una tal formación que pueda mantenerse en su forma (¡un golpe de suerte que es muy difícil que se dé nunca!), sea que supongamos, mejor, que la Naturaleza persigue en este caso un curso regular, el de conducir por grados nuestra especie desde el plano de animalidad más bajo hasta el nivel máximo de la humanidad y, ello, en virtud de un arte, aunque impuesto, propio de los hombres, desarrollando bajo este aparente desorden aquellas disposiciones primordiales de modo totalmente regular; o si se prefiere creer que, de todas estas acciones y reacciones de los hombres en su conjunto, nada sale en limpio, o nada que valga la pena, y que seguirán siendo éstos lo que fueron siempre, y no se puede predecir, por tanto, si la disensión, tan connatural a nuestra especie, no acabará por prepararnos, a pesar de nuestro estado tan civilizado, un tal infierno de males que en él se aniquilen por una bárbara devastación ese estado y todos los progresos culturales realizados hasta el día (destino al que no se puede hace frente bajo el gobierno del ciego azar, que no otra cosa es, de hecho, la libertad sin ley, ¡a no ser que se le enhebre un hilo conductor de la Naturaleza secretamente prendido en sabiduría!); en cualesquiera de los casos, la cuestión planteada es poco más o menos la siguiente: ¿es razonable, acaso, suponer la finalidad de la Naturaleza en sus partes y rechazarla en su conjunto? Lo que el estado salvaje sin finalidad hizo, a saber, contener el desenvolvimiento de las disposiciones naturales de nuestra especie hasta que, por los males que con esto le produjo, obligola a salir de ese estado y a entrar en una constitución civil en la cual se pueden desarrollar todos aquellos gérmenes, esto mismo hace la libertad bárbara de los Estados ya fundados, es decir: que por empleo de todas las fuerzas de la comunidad en armamentos, que se enderezan unos contra otros, por las devastaciones propias de la guerra y, más todavía, por la necesidad de hallarse siempre preparados, se obstaculiza el completo desarrollo progresivo de las disposiciones naturales, pero los males que surgen de todo ello, obligan también a nuestra especie a buscar en esa resistencia de los diversos Estados coexistentes, saludable en sí y que surge de su libertad, una ley de equilibrio y un poder unificado que le preste fuerza; a introducir, por tanto, un estado civil mundial o cosmopolita, de pública seguridad estatal, que no carece de peligros, para que las fuerzas de la humanidad no se duerman, pero tampoco de un principio de igualdad de sus recíprocas acciones y reacciones, para que no se destrocen mutuamente. Antes que se dé este último paso (el de la continuación de una liga de Estados), es decir, casi a la mitad de su formación, la naturaleza humana padece los peores males bajo la apariencia engañosa de nuestro bienestar; y no estaba equivocado Rousseau al preferir el estado de los salvajes si se olvida la última etapa que nuestra especie tiene todavía que remontar. El arte y la ciencia nos han hecho cultos en alto grado. Somos civilizados hasta el exceso, en toda clase de maneras y decoros sociales. Pero para que nos podamos considerar como moralizados falta mucho todavía. Porque la idea de la moralidad forma parte de la cultura; pero el uso de esta idea que se reduce a las costumbres en cuestiones matrimoniales y de decencia exterior, es lo que se llama civilización. En tanto que los Estados sigan gastando todas sus energías en sus vanas y violentas ansias expansivas, constriñendo sin cesar el lento esfuerzo de la formación interior de la manera de pensar de sus ciudadanos, privándoles de todo apoyo en este sentido, nada hay que esperar en lo moral; porque es necesaria una larga preparación interior de cada comunidad para la educación de sus ciudadanos; pero todo lo bueno que no está empapado de un sentir moralmente bueno es más que pura hojarasca y lentejuela miserable. En esta situación permanecerá, sin duda, el género humano, hasta que, de la manera que he dicho, salga de este caótico atolladero de las actuales relaciones estatales.
PRINCIPIO OCTAVO
Se puede considerar la historia de la especie humana en su conjunto como la ejecución de un secreto plan de la Naturaleza, para la realización de una constitución estatal interiormente perfecta, y, CON ESTE FIN, también exteriormente, como el único estado en que aquella puede desenvolver plenamente todas las disposiciones de la humanidad. Este principio es consecuencia del anterior. Se ve que la filosofía puede también tener un quiliasmo pero tal que, para su introducción, su idea, aunque de muy lejos, puede ser propulsora, es decir, lo menos fantasiosa posible. Lo que importa ahora es si la experiencia nos descubre algo de semejante curso del propósito de la Naturaleza. Digo que muy poco; porque esta órbita parece exigir tan largo tiempo antes de cerrarse que, basándonos en la pequeña parte recorrida hasta ahora por la humanidad en esa dirección, nos es tan difícil determinar la forma de la trayectoria y la relación de la parte con el todo, como si intentáramos trazar el curso que el sol lleva con todo su ejército de satélites dentro del gran sistema de estrellas fijas basándonos en las observaciones celestes que poseemos hasta el día; aunque, en razón de la constitución sistemática de la estructura del universo y también de lo poco que se tiene observado, podemos concluir con seguridad suficiente la realidad de semejante órbita. Por otra parte, la naturaleza humana lleva consigo: no serle indiferente ni la época más lejana de la humanidad futura si puede tener la seguridad de que llegará. Indiferencia que en nuestro caso es menos probable pues parece que, tomando por nuestra parte disposiciones racionales, podríamos apresurar la llegada de esa época tan dichosa época tan dichosa para la posteridad. Y, por esta circunstancia, las señales más débiles de su aproximación nos son de la mayor importancia. En la actualidad los Estados se hallan entre sí en una tan delicada relación, que ninguno puede perder su cultura interior sin padecer enseguida en poder e influencia sobre los demás; por lo tanto, las ambiciones de gloria de los Estados se bastan para asegurar, sino el progreso, por lo menos el mantenimiento de este fin de la Naturaleza. Además: la libertad ciudadana no puede ser ya afectada en mayor grado sin que, inmediatamente, repercuta en desventaja de todos los oficios, especialmente del comercio, y con esto, en disminución de las fuerzas exteriores del Estado. Pero esta libertad va aumentando poco a poco. Si se le impide al ciudadano que busque su bienestar en la forma, compatible con la libertad de los demás, que bien le parezca, se amortigua la vivacidad de todo el tráfico y, con ello, también las fuerzas del todo. Por está razón van derogándose las limitaciones al hacer y omitir personales, y se concede la plena libertad de religión; y así surge, gradualmente, interrumpida por delirios y fantasmas, la ilustración, como un gran bien que la humanidad ha de preferir a los egoístas deseos de expansión de sus imperantes, con solo que comprenda su propio beneficio. Pero esta ilustración y con ella cierta participación cordial en lo bueno que el hombre ilustrado, que lo comprende perfectamente, no puede evitar, tiene que subir poco a poco hasta el trono y cobrar influencia sobre sus principios de gobierno. Aunque -por ejemplo-, los gobernantes del mundo no disponen de dinero alguno para establecimientos públicos de enseñanza ni para nada que se refiera a mejorar el mundo, porque todo está ya comprometido para la próxima guerra, no pueden menos de encontrar útil el no impedir los esfuerzos, débiles y lentos, es verdad, de sus pueblos en ese sentido. Por último, la misma guerra, no sólo resultará poco a poco una empresa artificiosa, de inseguro desenlace para ambos contrincantes, sino también muy de sopesar por los dolores que luego siente el Estado con su deuda pública en incremento constante –una nueva invención- y con una amortización que se pierde de vista; añádase a esto la influencia que toda conmoción de un Estado, gracias a la tupida red que sobre ésta parte del mundo en que vivimos extienden las industrias, ejerce sobre los demás, y de una manera tan sensible, que éstos, sin ninguna referencia legal en qué apoyarse, se ofrecen como árbitros, preparándose así desde lejos para un futuro gran cuerpo político del que el mundo no ofrece ejemplo. Y aunque este cuerpo político se halla todavía en estado de burdo proyecto, sin embargo, ya empieza a despertarse un sentimiento en los miembros, interesados en la conservación del todo; lo que nos da esperanza de que, después de muchas revoluciones transformadoras, será a la postre una realidad ese fin supremo de la Naturaleza, un estado de ciudadanía mundial o cosmopolita, seno donde pueden desarrollarse todas las disposiciones primitivas de la especie humana.
NOVENO PRINCIPIO
Un ensayo filosófico que trate de construir la historia universal con arreglo a un plan de la Naturaleza que tiende a la asociación ciudadana completa de la especie humana, no sólo debemos considerarlo como posible, sino que es menester también como posible, sino que es menester también que lo pensemos en su efecto propulsor. Parece una ocurrencia un poco extraña y hasta incongruente tratar de concebir una historia con arreglo a la idea e cómo debía marchar el mundo si se atuviera a ciertas finalidades razonables; parece que el resultado sería algo así como una novela. Pero si tenemos que suponer que la Naturaleza, aun en el terreno de la libertad humana, no procede sin plan ni meta, esa idea podría ser útil; y aunque seamos un poco miopes para calar el mecanismo secreto de su dispositivo, esa idea debería servirnos, sin embargo, como hilo conductor para representarnos como sistema, por lo menos en conjunto, lo que, de otro modo, no es más que un agregado sin plan alguno de acciones humanas. Porque si partimos de la historia griega como aquélla a través de la cual se nos conserva, o corrobora por lo menos, toda otra historia más antigua o coetánea; si perseguimos su influencia en la formación y desintegración del cuerpo político del pueblo romano, que absorbió al Estado griego, y el influjo de este pueblo sobre las bárbaros, que a su vez acabaron con el Estado romano, y así hasta nuestros días; si añadimos a esto, episódicamente, la historia política de los demás pueblos, cuyo conocimiento ha llegado poco a poco a nosotros a través de esas naciones ilustradas: se descubrirá un curso regular de mejoramiento de la constitución estatal en ésta nuestra parte del mundo (que, verosímilmente, algún día dará leyes a las otras). Si, por otra parte, se presta atención a la constitución civil y sus leyes y a las relaciones estatales, en la medida que, por lo bueno que había en ellas, sirvieron por cierto tiempo para elevar y dignificar los pueblos (y con ellos, las artes y las ciencias) y en la medida, también, que, por las deficiencias que les eran inherentes, los volvieron a rebajar, pero de suerte que siempre quedaba un germen de ilustración, el cual, desarrollándose de nuevo con cada revolución, preparaba un nivel superior para el mejoramiento; se descubrirá, digo, un hilo conductor que no sólo puede servir para explicar este juego tan enmarañado de las cosas humanas, o para un arte político de predicción de futuros cambios políticos (utilidad que ya se ha sacado de la historia, a pesar de considerarla como un efecto inconexo de una libertad sin regla), sino que (cosa que no se podría esperar con fundamento si no suponemos un plan de la Naturaleza) se puede marcar una perspectiva consoladora del futuro en la que se nos represente la especie humana en la lejanía cómo va llegando, por fin, a ese estado en que todos los gérmenes depositados en ella por la Naturaleza se pueden desarrollar por completo y puede cumplir con su destino en este mundo.